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Hola, este pseudónimo es un anagrama de mi apellido.

Nunca aprendí a escribir diálogos entre mis personajes, principalmente porque no podría imaginar a dos personas manteniendo conversaciones sin caer en los clichés de las frases armadas para facilitar el continuo flujo de ideas descabelladas sobre la divina providencia y otros bálsamos mundanos.

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La caravana mortuoria

La manada recorrió cada uno de los callejones de Valparaíso en busca de seres vivientes o cadáveres para devorar. Las estrechas sombras perseguían como espectros a la jauría de perros salvajes. Sus aullidos chocaban con la vida, dirigiendo la caravana mortuoria a través de un recorrido de sangre y ansiedad. Perseguían incesantemente. La cacería había comenzado.

Recomendaron no salir de las casas, considerando las trece muertes de la última noche. Ni siquiera los policías se atrevían a vigilar más allá de lo que la luz de sus cuarteles permitía ver y era preferible morir de un paro cardiaco esperando a los médicos, que intentar llegar a los hospitales. Y los incendios ardían se negaban a dejar de existir, dando forma a una hoguera colectiva divisable desde los pueblos vecinos. Los fulgores, por aquí y por allá, eran una señal inequívoca de la hecatombe, pero quien intentaba prestar ayuda terminaba en el mismo lugar que la mayoría de mis conciudadanos desaparecidos. En el vientre de alguna fiera rabiosa.

Cuando la jauría parecía satisfecha, era posible ver restos humanos calcinados por el fuego o mutilados por los dientes. La atrocidad nocturna es asesinar por placer. Pero mis conciudadanos guardaban silencio, miraban el suelo y caminaban chocando entre si. Nadie le ponía adjetivos a la matanza, mas todos sabían lo que ocurría al anochecer. La caravana devoró a indigentes y prostitutas al comienzo, dejando charcos de sangre y huesos roídos por doquier. Todos supimos de la invasión invisible, que avanzaba cuando el sol recogía sus rayos. Todos divisamos las hordas sádicas aproximándose a nuestros hogares.

Los colmillos penetrando la carne tibia de un niño curioso antes de la medianoche y su madre abriendo la puerta para intentar liberarlo de esas fauces ansiosas de muerte y luego el jadeo de hocicos sedientos de asesinato y luego somos escapistas mientras observamos despavoridos como olfatean la sangre hasta que descubren en mi lecho mortuorio y el primer maníaco tira de mi pierna y así se unen los demás y jalan del resto de mis extremidades. Con velocidad sanguinaria se acercan a mi cuello y respiro agitado como los criminales antes de ingresar al patíbulo de la conciencia y más pronto que tarde rompen mis huesos y crujen al mismo tiempo que los escopetazos desparraman sus cabezas y las hachas despedazan sus cuerpos.

"Ha vuelto nuestro Negro", balbuceo, sosteniendo las orejas de mi antigua mascota. Mi hija llora bajo el umbral de la puerta: "Sí, nuestra mascota ha regresado".

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