Obra de acero
No me importa el clima,
(pequeños remolinos por doquier)
tampoco espero lluvia
(llena de sal estabas).
Cancion de marea en mi corazón.
La cabina del pequeño taxi estaba llena de nosotros. Parecían olvidados esos días de sol arremolinado con ligeras ventiscas gélidas. Ahora corríamos mirando el norte. Esperábamos alejarnos de esas calles siniestras. Pero lo hacíamos desde esos huesos asfaltados, cómo si en algún momento dejaran de traernos a la memoria los centelleantes reflejos del metal incrustado en el cuello de ese señor...
Luego del frenesí sanguinario, buscamos una escapatoria. El suelo congelado, el hielo estaba inundado de sangre caliente. Vapores nauseabundos penetraban nuestras narices. Olores desconocidos para nosotros. Arrancamos profundamente. Partí hacia mis días soleados. La mochila en la espalda, adolorida pero resistente. En esos momentos debí dormir. Dejarme ir. Arrojarme a la silenciosa cúpula celeste. Todo para no ver el acontecimiento que, horas después, teñiría de rojo aquel pequeño pueblo sureño.
Nuestra agitación era evidente. No podíamos hacer más que jadear. Como hienas luego de la cacería. Como asesinos por circunstancias desfavorables. Estábamos ahí, sobre un pequeño taxi, dispuestos a correr y no mirar hacia atrás. Pero cada segundo parecía estático. No movíamos la cabeza, ni las manos ni el corazón. Estamos consternados. Asesinar a este miserable mendigo no era la razón. Nuevamente, mis latidos no eran suficientemente coordinados. Asfixia.
(pequeños remolinos por doquier)
tampoco espero lluvia
(llena de sal estabas).
Cancion de marea en mi corazón.
La cabina del pequeño taxi estaba llena de nosotros. Parecían olvidados esos días de sol arremolinado con ligeras ventiscas gélidas. Ahora corríamos mirando el norte. Esperábamos alejarnos de esas calles siniestras. Pero lo hacíamos desde esos huesos asfaltados, cómo si en algún momento dejaran de traernos a la memoria los centelleantes reflejos del metal incrustado en el cuello de ese señor...
Luego del frenesí sanguinario, buscamos una escapatoria. El suelo congelado, el hielo estaba inundado de sangre caliente. Vapores nauseabundos penetraban nuestras narices. Olores desconocidos para nosotros. Arrancamos profundamente. Partí hacia mis días soleados. La mochila en la espalda, adolorida pero resistente. En esos momentos debí dormir. Dejarme ir. Arrojarme a la silenciosa cúpula celeste. Todo para no ver el acontecimiento que, horas después, teñiría de rojo aquel pequeño pueblo sureño.
ASESINADO MUERE DON BALDOMERO
Asalto a plena luz del día (con un móvil sombrío y misterioso)
Nuestra agitación era evidente. No podíamos hacer más que jadear. Como hienas luego de la cacería. Como asesinos por circunstancias desfavorables. Estábamos ahí, sobre un pequeño taxi, dispuestos a correr y no mirar hacia atrás. Pero cada segundo parecía estático. No movíamos la cabeza, ni las manos ni el corazón. Estamos consternados. Asesinar a este miserable mendigo no era la razón. Nuevamente, mis latidos no eran suficientemente coordinados. Asfixia.
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revissas tu blog todavia?
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