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Hola, este pseudónimo es un anagrama de mi apellido.

Nunca aprendí a escribir diálogos entre mis personajes, principalmente porque no podría imaginar a dos personas manteniendo conversaciones sin caer en los clichés de las frases armadas para facilitar el continuo flujo de ideas descabelladas sobre la divina providencia y otros bálsamos mundanos.

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Al sur y al final


Tenías las manos oscurecidas por el hollín. Había sido un trabajo arduo. Requirió de tres días para completar la tarea, lo que incluía pasar la soga a través del caño hediondo a cadáveres de árbol. O de árboles. Las desconocidas regiones del sur le habían mostrado el ruido del viento al cruzar las siluetas grises del enorme cementerio arbóreo. Recordó el frío de la nieve implacable. Rememoró la soledad del desierto blanco. Las sinuosas ventiscas, a veces asesinas. Otras despiadadas. Siempre como una infinidad de mariposas grises, en un baile gélido de nubes elevadas que jamás lograría divisarlas. Tenías las manos oscurecidas por el hollín. Había sido una noche siniestra. Recuperarse del esfuerzo requería una botella de aguardiente. Y un fúsil, en caso de que alguien llegara a revisar la estancia. Ni siquiera los perros olfateaban bajo la enorme capa de nieve. No lograbas ver más allá de tu crimen. Era como una ceguera colectiva, en donde los que conseguían despertar del letargo frío reconocerían al asesino. Tan pocos, que no valía la pena tener esperanzas. Nadie lo descubriría. Salvo el salvaje. El salvaje lo salvó. Quizás por fortuna, ya que en esa región no había salvajes, sino un sádico, pérfido y maniático mendigo. Quien obviamente, y para seguir con la historia, no tenía a quien mendigarle monedas. Salvo si pensara que los árboles dan monedas en esa región agreste, lo que, por cierto, no creía nuestro nuevo héroe. Lo agarró de la cintura justo cuando la soga tendía a estirarse, mientras los músculos de su cuello se contraían para luego pretender deshacerlo como una paja corta la cola de una lagartija. Cayeron. Fue el momento exacto en el que nuestro hombre. Tú. Que tenías las manos oscurecidas por el hollín, defendiste tu causa y disparaste tres veces. La primera, para agradecer a su salvador. Luego, para destrozar al hijo de puta que tenía la intención de salvarle la vida. Y por último, para dejarme terminar este cuento.

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