Pensé que gritaba desde ultratumba.
También creí que estaba amarrado a esas tierras, al frío letargo y al tiempo inconcluso. Agobiados los días, de tanto transcurrir vanos, de lograr que me revolviera en el mismo humo de todas las temporadas. Basta recordar las tardes de noche infinita, en las que solía recorrer sus calles cubiertas de nieve, en una espesura blanca de huellas por doquier, tanto de perros, como de caminantes. Calles sin gente, sin transeúntes deteniendo o interrumpiendo mis pasos, cómo aquel día en que la ventisca se arremolinaba por doquier, evitando que te alcance.
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