Capital... abajo.
Santiago, en cien palabras, era un suplicio para el vendedor de diarios, hasta que decidimos internarnos entre la muchedumbre, respirar su olor y sentir que mis conciudadanos me gustaban demasiado, tanto como para abrazarlos mientras pasaban a mi alrededor, aspirando sus hedores, reconociendo sus harapos, sin importar que se alejaran cuando me veían, transformándome en un depravado perseguidor de transeúntes, para luego tildarme de violador, asesino o pecador, a lo que el vendedor de diarios respondió: “Ese es su título. El cuento, lo que sigue”.

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