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Hola, este pseudónimo es un anagrama de mi apellido.

Nunca aprendí a escribir diálogos entre mis personajes, principalmente porque no podría imaginar a dos personas manteniendo conversaciones sin caer en los clichés de las frases armadas para facilitar el continuo flujo de ideas descabelladas sobre la divina providencia y otros bálsamos mundanos.

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Cosechas...

Prostitutas de neón

Despertar agotado de no dormir ni un instante más. Al anochecer que se acabó y que no volverá sino hasta la próxima puesta de sol. Luego, subir a un automóvil que me lleva al hospital, sin recordar el momento en que éste se detuvo y realmente tomé asiento. Jamás he tenido problemas para conciliar el sueño. Pero mis manos transpiran al mismo tiempo que las gotas enjugadas de la facial lluvia. Me siento ligeramente mareado. El examen debería resultar negativo. No he hecho nada demasiado distinto durante años. Quizás olvidé un detalle y el parpadeo de las luces de neón intenta avisarle a mi inconciencia que aún no se percata del error. Mientras tanto, los callejones desaparecen bajo el vidrio empañado que limpio una y otra vez. No sé si podré ver más allá de la frecuente lluvia…

-Estos son sus resultados… ¿Señor?

El papel me parece tan delgado, o mis manos están demasiado húmedas; es probable que tenga frío. No es que me avergüence de mis reacciones, pero una respuesta triste me haría un ser triste. Y llorar en público es una de las pocas cosas que nunca he hecho en público: mi profesor de matemáticas no lo hacía y no he podido dejar de imitarlo. Así que salí a lavar mi cara en la llovizna.

No es tan sencillo atenerse a las consecuencias que un examen puede acarrear. Si las muestras de sangre siguieron el curso acostumbrado: pinchazo, análisis, certificado, todo debería andar a la perfección. Hay muchos casos en los cuales los papeles se han perdido o confundido entre sí o los milímetros sanguíneos se contaminaron con una jeringa infectada. He dormido tan poco que las posibilidades se enredan, se cruzan y se superponen. Positivo. Hoy es un día en que no importa mucho lo que ocurra mañana, porque mañana significa creer en el tiempo y eso es, precisamente, lo que no tengo.

Entre tanta confusión, creo que olvidé desenchufar la plancha que dejé sobre mi cama. Por allá se escucha la sirena de bomberos. Empieza, nuevamente, el movimiento acelerado de mi corazón y se repiten las palabras proféticas del profesor de matemáticas. No te agites. Pero nadie podría detener las desesperaciones que imagino, justo en este momento. La plancha debió quemar mis frazadas, luego el colchón y más tarde arder sobre las llamas del catre de madera. Siempre me decía: la madera se quema y se pudre, enciende hogueras. Eso era lo que estaba ocurriendo. Pero el hereje estaba muy lejos, como para sentir el calor que esa pira emanaba. De todas maneras, me causa terror.

Algo de ese fuego podría llegar hasta el papelito que certifica mi inexorable enfermedad. Podría calcinarlo y así dejar que los restos se esparzan por esta ciudad, para llegar a cada uno de sus rincones desconocidos para mí. O, en un arranque de generosidad con la cosa podrida, engullirme completamente; y así iluminar los televisores de mis conciudadanos, quemándome. Si asesino al cuerpo del delito, la miserable se morirá conmigo.

El asfalto hierve luego de la llovizna de la mañana. La muchedumbre respira con dificultad, agitada por los vapores nauseabundos que exhalan sus propios miembros. Caminan con las manos apretadas, afirmando sus pertenencias como si se tratara de órganos vitales. Me cuesta respirar, estoy estremecido y emano incertidumbre; pero no tengo objetos que cuidar, se quemaron en un incendio, algún tiempo atrás. En realidad, los dejé olvidados cuando fui a conocer el resultado de un examen de sangre. Positivo, decía el papel. Y ahora estoy enjaulado, en medio de la muchedumbre y de mi confusión. Porque hubo una frase que siempre repetía el profesor de matemáticas: si alejas las posibilidades, manipulas el azar. Y eso fue lo que hice durante todos estos años. Evité el error, me alejé de los riesgos innecesarios y hoy llega el siglo nuevo y me descubre cínicamente casto y aparentemente puro de corazón. Pero enfermo también, demasiado lleno de suciedad: tengo inmundicia en mi cuerpo y no sé si propicié un desenlace así.

El final comenzó a manifestarse mientras el profesor de matemáticas le explicaba a su clase la manera de sumar. Nadie prestaba mucha atención, ninguno de los niños se mostraba interesado en calcular. Aquello no estaba dentro de las posibilidades que imaginó la noche anterior, y los sarcomas en su espalda tampoco lo estaban. Al verse sobrepasado, explotó. Los niños corrieron por doquier, asustados por el berrinche de un viejo mísero y agobiado. Luego, el profesor cayó al suelo y no recuerdo cómo relacioné los cuerpos perniciosos de aquellas mujeres con la ebullición de mi propia sangre.

- Hágase estos exámenes, señor
.- Sentenció un joven doctor.

Entonces me vi envuelto en una continua eclosión de ciclos: despertar agotado de no dormir un instante más, entregar mi brazo a la aguja penetrante y luego dormir y amanecer agobiado al esperar un resultado incierto, pero seguro. Los síntomas son oscuros; el insomnio y la transpiración multiplicada se declaran cuando camino entre las muchedumbres desconocidas. No saben la basura que transita en las calles. No lo podrían saber. El profesor de matemáticas tiene sus días contados.

Afortunadamente, la hoguera en mi morada se encargó de matar a las polillas que hubiesen quedado huérfanas. También quemó la pequeña caja que protegía mis recuerdos: carbonizó hasta a mi madre y asesinó a una mujer que solía enamorarse de un profesor de matemáticas lleno de castidad y pureza. Desde que estoy postrado en este catre de hospital, no extraño mi cuarto, ni las sábanas sucias ni las luces de neón. La muerte lo carcome todo, pero no es la causa de los temblores; tampoco lo es mi desconsuelo.


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